25 de diciembre de 2008

Emilio y la muerte

                     Y bajo la tristeza de la luna
                     Descubrí que mi alma era una
                     Diminuta campana de cristal.

- Alfonsina Storni


                     Debe ser muy hermoso acercarse a la Parca
                     De guadaña traidora y pensar que en el arca

                     Del Misterio nos vamos para no volver más
                     A saber de estos seres que dejamos atrás.

- Alfonsina Storni


       Emilio, estabas sentado tan plácidamente... Los golpes en la puerta apenas pudieron desviar tu atención de la lectura de aquellos poemas de Alfonsina. "Descubrí que mi alma era una diminuta campana de cristal", todavía resonaba en tu cabeza, cuando preguntaste:
- ¿Quién vive?
       Extraño modo de preguntar quién estaba allí, más curioso todavía después de la respuesta:
- La Muerte. Vine a buscarte -. La voz era seca y firme.
       Reíste, un poco nervioso, intentando imaginar quién podría ser el autor de semejante broma de mal gusto. Sin poder alcanzar una respuesta razonable, preguntaste otra vez:
- Perdón, ¿quién es?
- La Muerte. Vine a buscarte -. La voz seguía sonando seca y firme.
       Empezaste a dudar y a toser. Un ligero sudor frío comenzó a descender por tus mejillas. Sin saber del todo por qué, tuviste miedo. Por primera vez desde hacía tanto...
       Al abrir la puerta, titubeando, descubriste, no sin cierta sorpresa, que tu interlocutor no mentía. La hoz, el traje negro, la capucha, la calavera: era la Muerte. Tratando de conservar la calma, notaste un elemento que parecía estar fuera de lugar: la rosa de color rojo sangre que saltaba a la vista desde atrás de una solapa del singular vestido.
       La hiciste pasar, aparentando estar tranquilo, mientras en tu cabeza corrían con inusitada velocidad recuerdos de todas las etapas de tu vida. Algún río de las sierras, el noviazgo y el compromiso con María, la muerte de tu abuelo, tu cumpleaños número seis y el número veinte, el almuerzo de aquel mismo día, todas imágenes que se sucedían una detrás de la otra sin orden ni sentido.
       Le indicaste un sillón, cómodo, bien cerca del fuego, al que presurosa se fue a sentar. Estiró las piernas, se desperezó e hizo un amago de un bostezo, mientras contemplaba las llamas. Después habló, procurando sonar un poco más amigable, aunque sin conseguirlo:
- He venido a llevarte. Espero que hayas podido despedirte y dejado todo en orden -. Y luego añadió, a ver tu cara de sorpresa-: No digas que no sabías que yo podría llegar en cualquier momento. No te preocupes, el proceso no dolerá. Considerate afortunado.
       Ahí empezaste a imaginar, como nunca antes, las maneras con que la Muerte se valdría para llevar las almas al más allá. ¿Cómo sería ese traspaso del mundo humano al espiritual? O más aún, ¿serías un fantasma, un alma en pena, un ángel...? ¿Qué era el purgatorio, que era el cielo? Pensar que creías que tendrías tiempo para encontrar esas respuestas... En fin, pronto lo sabrías.
       La Muerte, al verte todavía meditabundo, tomó el libro que habías estado leyendo y comenzó a recitar:
- Debe ser muy hermoso acercarse a la Parca...
       No respondiste. Tu falta de conversación debió impacientarla, así que se paró y con una voz de ultratumba murmuró.
- Vamos, Martín. Vámonos.
       Al oír estas palabras resurgió la esperanza en tu interior. ¡No era a ti, Emilio, a quien buscaban, sino a ese tal Martín! Un ligero color rosado volvió a posarse sobre tus mejillas. Carraspeaste y sacando valor de donde no tenías, dijiste:
- Disculpe. Yo no soy Martín.
- Sí lo eres - respondió la Muerte, dándote la espalda y visiblemente enojada por tu falta de colaboración, a la que ya debería estar acostumbrada.
- No, señor, yo soy Emilio. Usted busca a un Martín. Yo soy Emilio, no Martín.
- Eres Martín - dijo, con voz severa. - Ahora, vamos. No hay tiempo.
- No, es una equivocación. Soy Emilio. No Martín. Emilio.
- Eres Martín.
- ¡No, es un error! ¡No soy Martín, no soy Martín! ¡Emilio!
       Ya gritabas, desesperado.
- ¡Emilio! ¡Emilio! ¡No Martín!
       La Muerte se dio vuelta, se acercó lentamente y te cubrió con tu manto.
- Vámonos, Martín.
       Después de eso, desapareciste. El sonido de tu llanto resonó durante unos segundos en la dormida biblioteca.
       Tarde te diste cuenta, Emilio, que tu nombre no era Emilio y que la Muerte no razona.